No te voy a engañar… el que escribe tiene más callos en las manos de las teclas del ordenador que de poner ladrillos en la obra o descargar camiones.
Pero siempre hemos romantizado con tener un puesto propio en el mercado de abastos. Cuando era pequeño, me fascinaba acompañar a mi madre al mercado. Era un despliegue de artesanía que se me quedó en la retina y solo supe valorar con los años: el del pescatero con sus herramientas brillando y las escamas volando como confeti de fiesta; el charcutero cortando mortadela de Popeye con la motosierra de viaje y, por encima de todos, el carnicero; con esa colección de cuchillos de samurái que igual te cortaban chuletillas a base de golpe seco, que abrían filetes de pollo traslúcidos con la precisión del bisturí de un cirujano plástico (sic).
Años y canas después, nos toca montar nuestro propio “puesto”, pero este con sérums y cremas en vez de jamón, lubina o costillas. Aquí no te llevas medio kilo de chuletas, sino un pack que te hace verte más joven, jugón y fresco. Porque venir es un poco como entrar en ese mercado de barrio del que hablábamos antes: conversación, cercanía, confianza y género fresco.